En el 850 blanco, con mi hermano Joaquín y mi madre, a la que acabábamos de recoger del colegio donde limpiaba. Desde atrás, veía sus cabezas rizadas en tenue conversación entre los dos y -no recuerdo, pero seguro- Serrat cantando en un cassette.
Supongo que mi cabeza iba y venía con los giros y paradas bruscas ante semáforos y paisajes de extrarradio de mis 9 o 10 años. Siendo todo lo feliz que uno pueda ser escoltando a tres seres que ama, escuché a mi madre decir que habían disparado al papa.
-Mama, ¿han disparado al papa?
-Sí, hijo
Como me puse a preguntar entre sollozos si había sido en su trabajo, mi madre se apresuró a aclararme que se refería al papa de Roma y no a mi padre, que era policía y, en mi imaginación, había sufrido un atentado o una fatídica persecución de película.
Llegamos a casa y allí estaba "el papa", mi padre. Le di un beso y cenamos juntos.
La luz cayendo en la calle, a través de la ventana, me trajo el ateísmo como un gozo sin remordimientos. ¡Qué me importaba el "PapaRoma" si el mío era otro!
Mi padre, mi hermano, el final de un día en casa, todos, sentados a la mesa de un lugar al que no vuelves nunca más, salvo en momentos como este, desde otro mundo, escribiendo ese recuerdo o recordando lo que escribo, mientras todo fluye bajo otra luz que, ahora mismo, se parece a dios.