Ya me lo decía mi madre: Ay, hijo mío... ¿Y qué será lo próximo?

lunes, 1 de septiembre de 2014

LLAVES

Llaves que abren casas:
He tenido varias.

Las llaves de mis padres,
por compromiso —para ellos—
abren una puerta pequeña
donde más de uno se ha roto la cabeza
en lugar de tocar al timbre.
El golpe sonaba por las escaleras
con un eco que partía en dos la siesta.

Las llaves de Pensión Lolita,
por mil pesetas
abren a un pasillo oscuro.
En el centro, un teléfono con candado
y al fondo, un viejo en la cocina
esperando la cena, la comida o las pastillas
que sin duda tomaría.
Mi cuchitril constaba de un espejo de hojalata,
una cama con somier succionador
y una silla donde escribí aquel poema
dedicado a aquel poeta
que recité a aquella chica.

Las llaves de Hostal Acueducto
abren horas de estudio
por mil doscientas pesetas
que ganaba abajo,
en el restaurante Soft Rock,
dando clases al hijo del dueño
—que bien podría ser autista—
en la trastienda. Además,
me invitaban al menú.
Devoraba ensaladas viendo pasar a Myrna
con su bandeja y su pelo negro.
La jefa se llamaba Amor
y andaba siempre de un sitio a otro
como si realmente estuviera trabajando.
No sé si vivirá o seguirá muerta,
como entonces.

Las llaves de Alicia Fernández
abren su voz en mi canción
por el piano y el abrigo
y una ciudad cómoda para saquear
en rincones como el de Neus
y su sopa caliente a cualquier hora
o perdidos en La Campana
con Rodo, Carlos, Luis Felipe,
y un Cubalibre para desayunar.

Las llaves de Eva,
por acostarse tan pronto
abren a los sentidos
en el mejor sofá que he probado.
Todavía las tengo,
porque le hice una canción
y un hijo,
y supongo que no sabe cómo pedirme
que se las devuelva.

Las llaves de Lyndhurst
por una temporada de duro trabajo
abren a visitas memorables,
porque un ayudante de cocina
merece un embarcadero
y en Shepperton debió nacer la jubilación
como concepto
y tenían allí su loco bajo un árbol
y Blubeckers con camellos
y mucho sorry alrededor.
En fin, mis mejores tiempos.

Las llaves de Barcelona
por empezar de cero una vez más
abren al revés
—media vuelta a la derecha—
y las puertas sin cristales
dan amplitud de miras.
Mi vecina de enfrente
vive sola en una torre
y sale a tender la ropa,
a ver pasar los coches y los años
y a secarse al sol o regar las plantas.
En fin, eso de la monotonía.

Llaves que abren casas:
He tenido más.

Por suerte,
ninguna de ellas es mía.


(del libro Degeneración en generación, Vicente Llorente. Huacanamo, 2013)