Escribo una canción o un poema. O un poema que después se
convierte en canción. Me gusta el resultado. Lo guardo. Al cabo de un tiempo,
lo leo/toco. Si no me mueve algo por dentro, lo dejo en eterno barbecho. Si
logra emocionarme, lo grabo. Después, si creo que es el momento, lo presento en
algún recital o concierto.
Y nada más.
Hasta aquí, lo mío. Ahora, el trabajo lo
debe hacer el receptor. Lo tiene complicado.
Si no le mueve algo por dentro, lo deshecha. Si logra
emocionarle, lo integra en su vida. Un día. Una semana. Un año máximo, con
sucesivas lagunas mentales que lo traen y lo llevan de sus verdaderas
inquietudes, dejando una huella endeble que apenas se acerca a aquella primera
escucha. El mismo poema, la misma canción, deja diferentes residuos, incluso en
la misma persona provoca distintos daños, dependiendo del momento, la hora o la
situación.
A veces, las menos, puedes conseguir grabar a fuego un verso
o una canción en dos, tres o cuatro personas. Quedan ahí, con ellas. Les sobrevive
en un disco o un libro que manosearán sus hijos. Se burlan, a través de mí, del
destino y de la muerte.
Incluso los escritores ultracatólicos, neoliberales,
escriben sobre la Economía de los Mercados como si fuera una rama del
Humanismo.
En estas condiciones, ¿cómo voy a dejar de creer en el ser humano?