Ya me lo decía mi madre: Ay, hijo mío... ¿Y qué será lo próximo?

martes, 1 de noviembre de 2011

L´HOSPITALET - VILADECAVALLS


Trayecto insulso donde los haya.
Intento dormir. Nunca pude en los trenes.

Mi mano izquierda en la cabeza
y el codo en el cristal.

No.
No se puede.
Y menos ahora:
Se sienta un niño de ojos claros frente a mí.
Unos siete años.
Le sigue su madre,
que toma asiento a su lado.
El chaval tiene una pegatina en el pecho
de Esquerra Republicana de Catalunya
donde se puede leer:
Per tots els drets socials.
Pregunta quién es el alcalde de Cataluña.
Su madre ríe un poco
-le habrá hecho gracia-
y le explica cómo va la cosa.

Ahora me hundo en el respaldo
y dejo caer la cabeza sobre mi violín.

No.
No hay manera.
Y menos ahora:
El chaval llama a su hermano
sin dejar de darme patadas en las piernas.
Su madre le da un leve toque de atención.
Viene el otro.
Unos tres años.
Se sienta a mi lado.

Abro un libro de Claudio Rodríguez
e intento sustraer mi mente del acoso
pero estoy podrido con tanta interferencia.
Me cuesta incluso leer el nombre de cada estación.
Con un breve vistazo al poema Ajeno
doy por terminada la lección de mis clásicos
a la vez que el pequeño comienza la batalla con el mayor
y yo, que estoy en medio, me llevo la peor parte.
Su madre les da un leve toque de atención a los dos.

Ahora cierro los ojos mientras repaso mentalmente
las piezas que voy a tocar en la boda.

No.
No es factible.
Y menos ahora:
El tren sale de una estación
-ya no puedo leer cuál-
y a su paso por el cruce de vías
zarandea al pequeño tan fuertemente
que cae de cabeza en el pasillo.
Llora y chorrea sangre por la nariz.
Viene corriendo su padre
con un bebé de pocos meses.
Se lo pasa a su señora
-que se lo enchufa a la teta-
y recoge al infeliz del suelo
pronosticando una hinchazón de órdago.

Sí.
La cosa está que arde.

Se conoce que el bebé no quiere leche
porque está vomitando
-decúbito supino-
como las fuentes de Montjuic
o como cuando desatascas el váter.
A todo esto, el mayor sigue a lo suyo:
Es decir, me cuece a patadas.
Los padres infunden normalidad
preguntándole por la senyera.

El tren se detiene.
Me abro paso
entre párvulos vómitos y patadas
de herederos de la tercera república.

Estoy en la estación de Viladecavalls.
No hay nadie. Ni un bar cercano
ni una máquina de bebidas.
Nada.
En veinte minutos llegará Oriol
con su contrabajo
y me salvará de la quema
de todas las banderas patrias
y estirpes purulentas
con las que podría,
en este momento,
arder a lo bonzo.

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