Con portadas a mano (no hay dos iguales) acaba de salir al mercado cartonero mi nuevo libro, o librico: B.A.R. (Breve Antología de Rescatados)en la editorial Cartonerita Niñabonita, con David Giménez al frente.
Aquí se puede leer una breve reseña de Luis Felipe Alegre.
Y aquí otra de Octavio Gómez Milián.
Acaba de llegar a mi buzón (el postal de toda la vida) Memorias circulares del hombre-peonza, del bucanero Carlos Salem, editado por Ya lo dijo Casimiro Parker, una locura necesaria en forma de editorial de poesía con Marcus Versus a la cabeza.
Están tan locos estos dos que me propusieron hacer el prólogo. Y fue un regalo: Por su autor, por la editorial y por el libro.
Es un parpadeo la vida. También lo es el baile orquestado de estas luces que anuncian el mayor y más grande espectáculo del mundo. El más difícil todavía. La ilusión, no exenta de cierto patetismo, del circo que agoniza. Bajo la carpa, en la pista central (y única) giran y saltan cuerpos perfectos en una orgía de polvo y boca abierta, con gradas vacías que ocupan ojos húmedos y brillantes como las luces que gotean en la puerta. Los animales exóticos de otros tiempos, la última cabriola del oso enfermo, el aspaviento funámbulo y servil del camello, el cocodrilo y otros actores de los documentales de televisión, se perderán en el barrizal donde el circo clásico quedó atrapado. Soy consciente de estar presenciando el más difícil todavía por última vez. Y no conozco mejor y más digna metáfora de la vida que este oficio. Por eso llevé a mi hijo, precisamente hoy, al mayor y más grande espectáculo del mundo. Por eso, y porque quiere ser payaso. Ya ejerce en casa haciéndome reír con sus gestos. Soy la red de sus falsas caídas al vacío, de su salto no mortal (no, por favor, una tregua pido), de su deambular pequeño por el pasillo y su mágica luz de tres años.
Él es un circo. Salta a la vista. Por eso, sabiendo que un día caeremos definitivamente, sabiendo todos que esa es nuestra certeza, no dejamos de saltar a la vida. Por eso fuimos, precisamente hoy, al mayor y más grande espectáculo del mundo. Hoy, a tres días de la muerte de mi padre, he comido palomitas de maíz con mi hijo y su baile de ojos saltimbanquis: espejos rotos de payasos que, para evitar castigo o preservar recuerdos, imitan el reflejo al otro lado.
Frente a mí,
un espejo en la pared
a modo de retrovisor
me dice cuándo viene.
La espero.
Estoy acostumbrado a esperar
y hacer ver que no lo hago.
También a los días grises
en bares como éste
y el mismo café
en distintos vasos.
A la vendimia nimia de las horas
y la ropa colgando.
A la rima fácil
de mi nombre y apellido
-me recuerda que no quiero
seguir rimando-.
Un momento.
Viene alguien.
No.
No es ella.
Lástima.
Ésta estaba más buena.
Foto: Vicente Llorente, en el lugar exacto del poema.
Dos poemas para una ilustración de Cristina Zafra, artista total. Forma parte de 13, exposición monográfica que se ha inaugurado hoy mismo en issimm sala d'art, en Cardona. En el programa lo presentan así:
13 es una exposición en forma de viaje, el viaje de 13 personajes en busca de canción, de historia, de movimiento. La exposición, que nos muestra unos dibujos hechos con tinta china y aerógrafo sobre papel, es el punto de partida de un viaje que se hace a través de la colaboración de escritores, músicos y bailarines. Estos dan vida y movimiento a personajes nacidos en blanco y negro, y se explican a través de la visión de diferentes disciplinas.
Mi buena relación con Barcelona se puede resumir en un bus nocturno y de número supersticioso, con pasajeros pálidos y etílicos con los que volvía a casa después de una farra (siempre sobrio) o de mis clases de violín que acababan en la rambla junto a algún colega de oficio con el que despotricar contra alumnos, padres y jefes. El barrio chino, siempre tan acogedor y seguro (y no digo esto con ironía) podía proporcionarte, en una misma noche, imágenes pictóricas del parís del Pastís, una cerveza en plena calle frente al mostrador/escaparate o el dulce olor de una diosa entrando en el garito de persianas cerradas, que abría a nuestra distinguida presencia un hombre que me recordaba a Charles Aznavour.
Nunca se repetían las caras en el N13, a excepción de los conductores y una señora con gafas como lupas y aspecto contrahecho y triste. A cualquier hora, cualquier día (incluso un martes) en el que la inercia me llevara al bus de la buena suerte, ella subía en Plaza España con su pelo de aluminio y el poso que dejan las huellas de tanto tiempo que pasa, sin vida. Era mi ángel protector. O Nacha Guevara en El lado oscuro del corazón, tanto da: Algunas noches no volvía solo y dos piernas livianas y de verano sobre las mías buscaban luego acomodo entre besos y cucarachas libres de alquiler.
A esa fauna, religiosamente, he vuelto en mi última estancia. Este viernes, después de tocar en un Club Vip de la Diagonal me fui al barrio: allí estaba Charles Aznavour abriéndome las puertas del paraíso. Todo en su sitio. Todo igual. Es decir, desordenado.
Y a la hora de retirarme, tentado estuve de subir al N13 (¿La veré en Plaza España?). Pero nadie me espera en mi antigua casa. Nadie, salvo esa idea de libertad destemplada y purgativa, la no acción de la tristeza, el rotor del semáforo en la madrugada.
Un año después, sigo sin encontrar su paradero. Supongo que estará en el burdel de El lado oscuro del corazón, haciéndose pasar por marinero alemán y recitando sus poemas frente a esa puta triste que, desde entonces, responde al nombre de Humanidad.
Sueldo (De Poemas de la oficina, 1956) Mario Benedetti
Aquella esperanza que cabía en un dedal, aquella alta vereda junto al barro, aquel ir y venir del sueño, aquel horóscopo de un larguísimo viaje y el larguísimo viaje con adioses y gente y países de nieve y corazones donde cada kilómetro es un cielo distinto, aquella confianza desde no sé cuándo aquel juramento hasta no sé dónde, aquella cruzada hacia no sé qué, ese aquél que uno hubiera podido ser, con otro ritmo y alguna lotería, en fin, para decirlo de una vez por todas, aquella esperanza que cabía en un dedal evidentemente no cabe en este sobre con sucios papeles de tantas manos sucias que me pagan, es lógico, en cada veintinueve por tener los libros rubricados al día y dejar que la vida transcurra, gotee simplemente como un aceite rancio.
«Hay que bajar la basura», dice una voz a lo lejos, mezclada con el tintineo de los cubiertos en el fregadero. Y tú, como un mal menor, vacías el negro contenido de un cenicero y aparcas la bolsa junto a la puerta mientras buscas otro cigarrillo y te pones los zapatos y el abrigo.
La noche no te contempla. No te reconoce.
Lanzas, cerrada, la basura del día pensando que de la otra no te podrás librar tan fácilmente.
"Esteban es un hombre taciturno, reservado y epiléptico, que se entretiene fantaseando sobre crímenes perfectos y atracos milimétricamente planificados, que nunca se anima a concretar."
Ese es el punto de partida de esta película y mejor que no sepáis nada más sobre ella antes de verla.
El Aura (Fabián Bielinsky, 2005) no se mide por tiempo, sino por intensidad. Si el ritmo es lento en ocasiones, es intencionado. Igual que Darín parece no hacer nada en este papel, y realmente es uno de los más complejos de su excelente carrera. La contención es difícil para un actor y Darín eso lo borda. Y el guión, in crescendo, exige una complicidad con la historia porque el director nos considera interlocutores válidos, inteligentes. No me culpéis si luego no os gusta, pero a mí me atrapó desde el inicio. Y no por inteligente, sino porque me quise creer lo que veía. La tensión acumulada en los ojos del protagonista.
Una lástima que Bielinsky muriera poco después de hacer esta película, la segunda como director y guionista. Con Nueve reinasnos dijo que sabía escribir y dirigir. Con El Aura lo confirmó, aunque no tuvo tanta repercusión como la primera. Por eso la dejo aquí, en mis Periferias.
El Aura (Argentina, 2005)
Guión y dirección: Fabián Bielinsky. con Ricardo Darín, Dolores Fonzi... Música: Lucio Godoy. Fotografía: Checco Varese.
Para todos aquellos que les gusten las sorpresas, una faceta poco conocida de Alejandro Jodorowsky y (según él mismo) la que mejor le define: La poesía.
Viene a España a presentar su nuevo libro, Poesía sin fin (editorial Huacanamo, 2009) en el ámbito cultural de El Corte Inglés de Madrid (25 de marzo) y Barcelona (26 de marzo).
Os dejo con un vídeo promocional del libro que realizó AZ y al que yo le puse la música original.
No podré ir, así que, a ver si me cuenta alguien cómo ha ido...
Hice una canción a esta calle, sin haberla conocido. Ahora estoy en ella. Hay un teatro. Para ser como me la imaginé le faltaría un burdel, cortinas rojas y al menos una prostituta semivestida, leyendo un libro de poemas. Por lo demás, cubre sobradamente mis expectativas. Todo en Montevideo supera mi ficción, basada en hechos reales, cuando escribí:
Y allá
en las tristes aceras donde aparca el olvido
la luna, gigante de espuma, se cubre de oro
recién nacido. Mientras, ella, fumando mate
de amor florecido guarda,
además de unas copas mecidas por los tangos
y un crucifijo,
aquél libro de poemas que lee
bajo el mismo baño de sangre
cada noche,
hasta que la mentira da un portazo
con el alba
y una estrella
perdida
le devuelve su sombra:
Aquella que esperaba
su vuelta al doblar
la esquina.
No encuentro mejor manera de bailar las penas que hacer canciones. Rubén Blades dice en una: “cada pueblo tiene por lo menos un loco”. La calle de Zelmar también tiene el suyo. Un hombre con barba, medio calvo, una cifosis considerable, caminando a base de estertores eléctricos. Apoya su hombro en la ventana del bar San Rafael. Cada poco, se da la vuelta como si alguien lo llamara. Vuelve a su posición con los brazos detrás de la espalda, sujetando con una mano la muñeca de la otra.
He pasado toda la tarde con un café con leche y un helado de chocolate, observando sus movimientos. Cuando los clientes de la terraza se marchaban, tomaba el plato de las propinas y lo vaciaba en su bolsillo, bajo la mirada de los camareros, que reían. Deben conocerse desde hace mucho. Además, estos camareros son de oficio. Ya no se ven así en España.
Ya está anocheciendo en el verano austral donde las estrellas no son las mismas que vemos en la vieja Europa. Pero los locos, por suerte, son universales.
En la puerta del Hotel Balfer espera que un cliente le de la cena envuelta en papel. Se sienta en un portal (sospecho que es su salón) y deglute con aspavientos. Luego tira el papel a la basura y sigue moviéndose por su calle, guardando que todos los rincones sigan en su sitio.
No he podido averiguar su nombre. ¡Qué más da! Lo define mejor el hecho de sentirse libre en su locura, como el que deambulaba por la plaza de Cinema Paradiso o aquél que escribe sus poemas desde el manicomio de Gran Canaria: otro mito discretísimo -que diría Hortensia- como Zelmar o Mario, cuya locura salvará (si no lo ha hecho ya) el mundo.
Como esta carretera, dando vueltas. La vida satelizando el vacío, el eco que nombra el eco que nombra.
Un coche destartalado en reserva sin dirección ni frenos: Mi cabeza.
Ese muro, esa señal. Es todo lo que me espera en la próxima curva. El círculo vital. El Circo Vida con un cartel de Entradas Agotadas y el número estrella: Salto Mortal.
Hoy me he enterado por google que las portadas del 'Saturday Evening Post' (que asocio desde pequeño al way of life americano) son obras de Norman Rockwell (1894-1978), ilustrador y depresivo, por ese orden. Un tipo con crisis de identidad y baja autoestima, creando lo que -a mi parecer- es una obra llena de humor, ironía, calidad y frescura.
Y nosotros, en este incipiente siglo raro, tecleando precisamente en google nuestro nombre, esperando que alguien diga algo de nosotros. Y lo cuelgue en la red, claro.
Yo, de momento, os dejo enlaces de este descubrimiento que me hacen creer un poco más en el poder de internet y me permiten pensar que google no es una página de promoción, sino un buscador.
Hacía tiempo que no dejaba por aquí una "Periferia" de cine: una de esas películas que me han sorprendido. Una obertura impecable donde se juntan dos tipos genuínos, cuando menos. Otro cuento del italiano. Tiene ese punto cándido y dulce que a veces empalaga, pero también forma parte de una manera de entender el cine y su papel. Después de La vita è bella, ¿Qué? Pues...
La tigre e la neve (El tigre y la nieve) Dir. Roberto Benigni, 2005
En estos días extraños de invierno con nieve en Alicante y frío en los huesos no es mala idea entrar en un bar -a ser posible, modesto y de madera- con un rincón tranquilo y ventana cerca donde adivinar las calles y su brillo como peces dando vueltas por el desagüe.
Pensar en el bueno de Sabines o en el amigo Wolfe con una cerveza de la marca que sea -ya a estas alturas- y en el primer trago descubrir que el techo también es de madera y flota el polvo y el humo crece porque aquí, por supuesto, se puede fumar entre las mesas con vasos marcando territorio.
Y uno dice ahora, quiero un cortado y ese deseo te lo cumple un hombre enjuto y malcarado con eficiencia y parsimonia.
Es lógico. Es todo tan simple que asusta.
Para este miedo se inventaron las tareas.
La mía es estar por ejemplo aquí, sencillamente en paz con la vida, conversando con Jaime o Roger mientras en el cenicero sigue la orgía.